Los fantasmas en la Conversación Interrumpida de Sebastián Edwards

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02 / 08 / 2016

Patricio Navia, académico de la Escuela de Ciencia Política UDP.
Patricio Navia, académico de la Escuela de Ciencia Política UDP.

Para los que comparten generación con Edwards, pero también para los más jóvenes que hoy parecen decididos a querer matar a la generación de sus padres, el libro de Edwards es una invitación para enfrentar —sin nostalgia, sin arrepentimientos, con irónico humor y la distancia que da el tiempo— al gran fantasma que todavía ronda en la memoria colectiva del país.

En su brillantemente escrita autobiografía, el lúcido y polémico economista chileno radicado en Estados Unidos, Sebastián Edwards, usa los recuerdos de su vida como un vehículo para viajar al Chile de los años 60, del golpe militar y de los primeros años de la dictadura. Los recuerdos de Edwards nos hacen viajar entre Estados Unidos y Chile, desde el año que Edwards viajó a estudiar un doctorado en el Departamento de Economía de la Universidad de Chicago. Sin ser Chicago Boy, pero identificado con la filosofía de búsqueda del conocimiento de su alma mater, Edwards tácitamente usa su historia personal para contar la historia de Chile. A través de sus asuntos no resueltos con su padre, nos obliga a pensar en nuestra propia relación traumática con el padre abusador del Chile actual, el ya fallecido dictador Augusto Pinochet.

Aunque el género de las autobiografías se ha popularizado en Chile en años recientes, los textos autobiográficos a menudo pecan de aburridos. Los autores evitan temas espinudos y son demasiado bondadosos con aquellos con quienes tuvieron encontrones. No es el caso de Edwards. Él no parece demasiado interesado en caerle bien a nadie. Excesivamente seguro de sí mismo, Edwards tampoco parece demasiado preocupado por quedar bien. Convencido de que su hoja de vida basta, Edwards hace gala de esa capacidad que tienen los estadounidenses de reírse de sí mismos. Con la misma libertad, habla de sus compañeros, profesores, amigos y conocidos.

Si bien el libro tiene descripciones geniales de la locura que vivió el país en el periodo de Allende y de los horrores en los primeros años de la dictadura, el texto logra sus mejores momentos cuando Edwards habla de la relación con su padre. El libro es un manjar para los que quieran psicoanalizar a Edwards. La relación con su padre, especialmente después del quiebre conyugal, cuando el autor era aún un niño, refleja una complejidad que, no por ser común, deja de ser cautivante. En cierto modo, la autobiografía es un viaje en busca de un reencuentro con su padre. Hay pocas cosas pendientes. No hay nostalgias por momentos no vividos. El viaje es, más bien, la búsqueda del adulto que ansía poder encontrarse con su padre cuando éste tenía su misma edad para conversar como amigos. La imposibilidad de viajar en el tiempo lleva a Edwards a escribir un libro cuya audiencia —aunque Edwards tal vez ni siquiera lo haya pensado— es su ya fallecido padre. Nosotros, los lectores, somos solo testigos de ese viaje.

Inevitablemente, el texto de Edwards lleva a pensar en el Chile de antes y el Chile de ahora. Esto es, en el Chile antes de Pinochet y después de Pinochet. Aunque Edwards se anota entre los detractores de la dictadura, no llegó a ser víctima de ella. Pero así como el no haber sufrido apremios no lo hace olvidar los apremios que sufrieron otros, Edwards tampoco cae en el reduccionismo de presentar el legado de Pinochet como todo malo. Al igual que en su relación con su padre, llena de matices y altibajos, Edwards logra construir, en el background de una historia personal, una mesurada narrativa sobre las luces y sombras del legado de Pinochet.

Simbólicamente, al haber estudiado en Chicago, Edwards queda marcado como Chicago Boy. Pero por tradición familiar y por sus propias convicciones, Edwards estaba en veredas opuestas a la dictadura. Solo que, como muchos otros chilenos, tampoco hizo demasiado para lograr allanar el retorno a la democracia. En eso, Edwards es parte de la gran masa de chilenos que, mientras la política se movía por carriles peligrosos, optaron por mejor no meterse. La familia, la profesión y la realización personal nos llevan a ser más pragmáticos que heroicos.

Si bien discute a los Chicago Boys, se adentra en cuestiones de economía política y da su opinión sobre cuestiones tan distintas como la literatura y la cocina, el libro de Edwards tiene un hilo conductor claro y simple. Después de la muerte de su padre, Edwards busca sus raíces en Chile. La metáfora no podría ser más apta para el momento por el que hoy atraviesa el país. Una década después de la muerte del dictador, los chilenos parecemos querer buscar nuestra identidad en el periodo pre 1973. Pero así como Edwards se encuentra con los recuerdos de su padre en cada esquina, por más que neguemos al dictador, su recuerdo se nos aparece en todas partes.

Edwards exorciza sus fantasmas en un libro magistralmente escrito. Muchos chilenos todavía no se quieren atrever a enfrentar a nuestro gran fantasma. Para los que comparten generación con Edwards, pero también para los más jóvenes que hoy parecen decididos a querer matar a la generación de sus padres, el libro de Edwards es una invitación para enfrentar —sin nostalgia, sin arrepentimientos, con irónico humor y la distancia que da el tiempo— al gran fantasma que todavía ronda en la memoria colectiva del país.

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