Hacer política en Chile, o repartiendo el maná

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05 / 12 / 2017

modesto gayoA fuerza de ser simplista, en base a las discusiones políticas de los últimos tiempos en Chile, podríamos decir que existen para el país cuatro fuentes de riqueza, y quizás una quinta que anoto al final de la lista: la venta del cobre, el crecimiento económico, la inversión extranjera, el 2% más rico, y a veces aparece el litio o sus derivados. Dejemos claro aquí que “riqueza” se refiere a una posible fuente de renta para las arcas fiscales, y en algunos casos los bolsillos familiares también.

No obstante, la lectura de las fuentes de ingresos no es pacífica, situándose más allá del limbo abstracto de las informaciones macroeconómicas de los expertos y agencias financieras varias. De forma muy diferente, las discusiones sobre estos recursos cubren ríos de tinta que encharcan los comandos políticos presidenciales. En otros términos, determinar de dónde vamos a sacar la plata para hacer lo que estamos comprometiendo ha devenido una necesidad que deja tranquila la exagerada retórica de las promesas en el aire. En este sentido, en los siguientes tres párrafos intentamos sintetizar de forma aproximada e interpretativa las diferencias entre los tres grandes bloques políticos del momento, y evidentemente tratamos de ayudar a pensar las oportunidades y obstáculos que un eventual acuerdo Nueva Mayoría-Frente Amplio podría enfrentar.

Es decir, estamos ante la política del maná, del gato que nunca caza al ratón. Todos prometen engordar a este último, pero mucho más al felino. Para ninguna de las propuestas políticas, se trata de opuestos, sino más bien, en el peor de los casos, de colaboradores enemistados. ¿No es esto, por ejemplo, lo que muestra la universalización de derechos que defiende el Frente Amplio en un contexto conocido de fortísima disparidad de ingresos?

Brevemente, la política en Chile en cuanto a temas de ingresos fiscales podría ser reflejada por un arcoíris de tres colores, que aquí vamos a denominar de izquierda a derecha, azul, verde y rojo. El azul de la coalición Chile Vamos simboliza la defensa de los intereses privados. Cuando el Estado tiene alguna intervención en algún mercado, trata de expulsarlo para dejar entrar dineros privados en negocios seguros, sobre los cuales se ha construido históricamente la escasamente industrial clase alta nacional. Dominan los partidos políticos de su sector las personas más acaudaladas, quienes tienen fuertes vínculos con capitales extranjeros. En definitiva, le acomoda dejar la situación como está, y, si fuese posible, propenden a privatizar la minería estatal. Mercado y crecimiento económico van de la mano, y tanto las arcas fiscales como el ciudadano común deberían verse beneficiados en todo ámbito. Eso significa, en una lógica de causalidad, que para que mejoren su situación los ciudadanos comunes, deben enriquecerse mucho más los que generan y transmiten rentas, los ricos del país.

En segundo lugar, están las políticas verdes o intermedias de la Nueva Mayoría, en donde se respeta el modelo anterior pero con la suavización de los efectos del mercado que debe venir de las políticas del Estado. Si el modelo azul debe enfrentar como desafío el funcionamiento del mercado, en este segundo caso se plantea la problemática de ampliar los recursos fiscales. Básicamente, para ello confía en ampliar los ingresos en base a la actividad de la minería, subiendo levemente los impuestos y participando parcialmente del negocio, y trata de crear las condiciones para que la inversión nacional e internacional provea crecimiento económico, por lo tanto favoreciendo la competitividad de su mercado.

Finalmente, el tercer modelo, el rojo, frenteamplista, desconfía del mercado y sus representantes, intenta acotar su espacio de acción, propende culturalmente a ensalzar el relato de la nacionalización de la minería, en base a su gran efectividad demostrada por CODELCO, lo que le gustaría hacer extensible a otros minerales como el litio, probablemente confrontando la situación de robo al Estado de Chile que entienden que fue el caso Soquimich, y pretenden mejorar los dineros estatales de forma inmediata detrayendo parte de la renta excesiva que reciben los más ricos del país, el 2% con mayores recursos económicos.

No cabe duda, se trata de discursos aparentemente distintos y bien distinguibles. Sin embargo, tienen algo fundamental en común: ninguno tiene como propósito real llevar adelante una transformación profunda de la distribución de las rentas individuales y familiares, y por tanto de la estructura social. Los cambios impositivos o las reformas fiscales no parecen querer afectar a nadie o casi nadie. No en vano, los recursos vienen del cobre, el 2% más rico, etcétera. Es decir, estamos ante la política del maná, del gato que nunca caza al ratón. Todos prometen engordar a este último, pero mucho más al felino. Para ninguna de las propuestas políticas, se trata de opuestos, sino más bien, en el peor de los casos, de colaboradores enemistados. ¿No es esto, por ejemplo, lo que muestra la universalización de derechos que defiende el Frente Amplio en un contexto conocido de fortísima disparidad de ingresos?

En la política del maná nadie paga realmente. Todo son apariencias de cambios profundos, juegos de fuego con la boca, gigantografías del Che, boinas de guerrillero, palabras exageradas para mover del asiento a nuestro rival, neo-cuiquerío disfrazado de hazaña social. Estense tranquilos, por lo tanto, los colores azul y verde, pudiera muy probablemente ser que Revolución Democrática fuera un nuevo PPD, mutatis mutandis, y Giorgio Jackson y compañía sólo una nueva versión de Ricardo Lagos Escobar, eso sí, versión 2.0.

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