Una ley pro-filtraciones

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29 / 03 / 2016

Patricio Navia, académico de la Escuela de Ciencia Política UDP.
Patricio Navia, académico de la Escuela de Ciencia Política UDP.

Aunque en teoría lo que busca esta ley mordaza pudiera ser justificado, los motivos que llevaron al gobierno a proponer y al Senado a votar a favor de esa reforma desnudan evidentes conflictos de interés y parecen consistentes con la crítica de que es una reforma con nombre y apellido cuyo objetivo es bloquear las investigaciones a financiamiento irregular de campañas.

La polémica que ha generado el proyecto de ley anti-filtraciones aprobado en el Senado y que ahora será discutido en la Cámara pone en tela de juicio la independencia y autonomía de nuestro sistema penal. Mientras los defensores de la medida argumentan que castigar a los fiscales que filtren información protegerá el derecho a presunción de inocencia de los imputados, sus detractores califican a las filtraciones como herramienta útil para evitar las presiones políticas sobre fiscales que realizan investigaciones que involucran a políticos u otras personas influyentes. Ambos bandos reconocen tácitamente que en Chile la justicia no es ciega. Además, los que abogan por castigar a fiscales filtradores —y potencialmente a periodistas que publiquen el material reservado de una investigación— parecieran querer restringir la libertad de prensa y el acceso a la información, mientras que los que defienden el efecto positivo de las filtraciones parecen reconocer tácitamente que el Ministerio Público carece de la autonomía necesaria para llevar a cabo su trabajo.

Es innegable que la preocupación por las filtraciones de investigaciones bajo reserva de la fiscalía llegó a la clase política solo cuando se comenzó a investigar casos de financiamiento irregular de la política. Hasta ese momento, ese tipo de filtraciones en prensa no parecían molestar tanto a la clase política, en tanto los afectados eran otros. Si bien cada filtración atenta contra el derecho a presunción de inocencia de un imputado —en tanto la información publicada es a menudo parcial y, como la gente no conoce bien cómo funciona nuestro sistema penal, se tiende a asociar la condición de imputado con una sentencia de culpabilidad—, es decidor que la clase política solo se preocupó de proteger la presunción de inocencia cuando algunos de sus miembros fueron tempranamente condenados por la opinión pública a partir de filtraciones de investigaciones que debían estar bajo reserva. Más que defender los derechos de todos los chilenos, el Congreso aparece preocupado de defender sus propios derechos.

Por cierto, es innegable que los políticos tienen el mismo derecho a presunción de inocencia que el resto de las personas. Muchos de los que vehementemente se oponen a propuestas como la detención por sospecha —que constituye una violación a la presunción de inocencia al realizar un control preventivo de identidad a partir de estereotipos y criterios discriminatorios—, no parecen entender que las filtraciones violan los derechos de los imputados, aun cuando esos imputados son políticos poderosos. Por lo tanto, aunque en teoría lo que busca esta ley mordaza pudiera ser justificado, los motivos que llevaron al gobierno a proponer y al Senado a votar a favor de esa reforma desnudan evidentes conflictos de interés y parecen consistentes con la crítica de que es una reforma con nombre y apellido cuyo objetivo es bloquear las investigaciones a financiamiento irregular de campañas.

A su vez, los detractores de esta reforma explícitamente han reconocido que las investigaciones que hoy tienen a importantes políticos en el banquillo de los acusados no hubieran sido exitosas sin las filtraciones que lograron atraer la atención de la opinión pública y han obstaculizado los soterrados esfuerzos del gobierno y la oposición para acotar el alcance de esas investigaciones. Al reconocer que sin filtraciones, no se hubiera avanzado hasta donde hemos llegado, los defensores de las filtraciones aceptan que el sistema penal chileno no es autónomo de las presiones del gobierno y de la clase política. La gravedad de esas acusaciones amerita ir más allá de la evidencia circunstancial. Pero hasta ahora, no ha habido ningún fiscal —o ex fiscal— que haya declarado haber recibido presiones políticas del gobierno, de sus jefes o de la oposición. Para sostener seriamente la acusación que los fiscales no son autónomos y que el avance de las investigaciones depende de las filtraciones, se precisa que haya fiscales o ex fiscales que denuncien haber sido víctimas de presión para no seguir avanzando en sus investigaciones.

Finalmente, para evaluar adecuadamente qué tan útiles son las filtraciones de alta connotación pública, vale la pena pensar qué pasaría si existiera una ley pro-filtraciones que obligara a los fiscales a transparentar cada una de sus diligencias y toda la información que manejen en cada caso. Si creemos que el país estaría mejor que hoy, tal vez valga la pena hacer una reforma en esa dirección.

En cambio, si creemos que tendremos un mejor sistema de justicia castigando a los fiscales que filtran a la prensa para lograr mejorar su posición de negociación, entonces tal vez corresponda legislar no una ley mordaza sino otra que proteja a los fiscales de presión política para que puedan hacer su trabajo con independencia y autonomía, sin necesidad de recurrir a filtraciones, protegiendo el derecho a presunción de inocencia de los imputados.

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