Remoción de jefes militares y de Carabineros: en la medida de la posible

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28 / 12 / 2018

La resistencia del general Hermes Soto a aceptar la renuncia que le pidió el Presidente Piñera, dejó una pregunta: ¿Qué significa subordinación al poder civil y cómo debe materializarse legalmente? El autor de esta columna sostiene que la Constitución y varias leyes orgánicas permiten altos niveles de autonomía corporativa de las instituciones castrenses y policiales: “Son ‘garantes del orden institucional’; pueden opinar en el Consejo de Seguridad Nacional sobre temas que atentan contra las ‘bases de la institucionalidad’ (…); una máxima autoridad militar y de Carabineros puede negarse a renunciar (…) y existen una serie de espacios de autonomía en educación, financiamiento, pensiones, judicatura militar y mando”. ¿Cómo se llegó a esto? La respuesta está en un acuerdo fraguado entre el gobierno de Ricardo Lagos y la derecha.

El general Hermes Soto recibió una llamada del ministro del Interior solicitándole la renuncia, pero él le indicó que no renunciaría voluntariamente. El Presidente de la República tuvo que activar el mecanismo establecido en la Constitución para removerlo y que establece que, en estos casos, debe emitir un decreto fundado informando al Congreso Nacional de su decisión.

Lo anterior parecía un mero trámite. El Presidente ordenó escribir ese decreto, fue enviado al Congreso, se convocó a los legisladores y luego fue validado por la Contraloría General de la República. El general Soto continuó con sus actividades dirigiéndose a Concepción y se dio el gusto de emitir una última declaración: “Yo decidí cuando me plantearon de parte del gobierno que renunciara en forma voluntaria, no hacerlo, por mis 38 años de servicio en la institución, por el cariño, el amor, el afecto y el respeto que tengo por los subalternos” (Diario Concepción 22/12/2018).

El tema no es menor. El general Soto colocaba por sobre la confianza del Presidente la lealtad con su institución y con sus propios subalternos. Por sobre la subordinación al poder civil—a la autoridad máxima de la república que le solicitaba dar un paso al costado—primó el sentido de cuerpo, el corporativismo, la convicción de un general que consideraba que no había cometido errores, que su trabajo estuvo bien desarrollado.

El general Soto reiteraría que “acataría” la decisión del Presidente, pero a través de este acto demostraría su descontento con la decisión de la autoridad política.

Imagínese esta misma situación pero ahora piense que se trata de un general del Ejército o un almirante de la Armada. Imagínese que dicho jefe militar cuenta con el respaldo de sus subalternos. Imagínese que después de aquel llamado, el general le informa al Presidente que no renunciará y se acuartela en Concepción. Imagínese ahora que el general determina que la decisión presidencial fue injusta y que él se debe a sus subalternos, que lo apoyarán.

Finalmente, imagine Ud. que el general rebelde apela a que no solo la decisión es injusta sino que atenta contra el orden institucional de la república. Piense que el general en cuestión apela al artículo 6º de la actual Constitución que establece que “los órganos del Estado deben someter su acción a la Constitución y a las normas dictadas conforme a ella, y garantizar el orden institucional de la República”. El general no renunciaría y estaría —en su visión— buscando garantizar el orden institucional.

 

La pregunta central que la democracia chilena debe resolver es lo que se entiende por “subordinación” de las Fuerzas Armadas y de Carabineros. En la actual modalidad, las instituciones armadas son garantes del orden institucional (art. 6º), ellas pueden expresar su opinión en el Consejo de Seguridad Nacional “frente a algún hecho, acto o materia que diga relación con las bases de la institucionalidad o la seguridad nacional” (art. 107)  y la máxima autoridad política del país no puede disponer del cargo sino mediante un decreto fundado—cuestión que no sucede con cualquier otro funcionario de confianza. El Presidente puede prescindir por razones de confianza de cualquier ministro, subsecretario, intendente o gobernador de un día para otro, pero no puede hacerlo del mismo modo y en las mismas condiciones con los máximos jefes militares y de Carabineros. Casi debe pedirles permiso.

Esto nos lleva a una discusión central: ¿Qué significa subordinación y cómo ella debe materializarse legalmente? En un Estado democrático la subordinación completa al poder civil se justifica porque las instituciones armadas y las policías controlan el monopolio de la fuerza. Es por esta sencilla, pero crucial razón que se requieren diseñar mecanismos para garantizar la sujeción del poder militar y policial a las definiciones de las autoridades políticas. Se debe evitar tanto su politización como su corporativismo.

Si aceptamos esta premisa, entonces las decisiones de un jefe militar deben estar guiadas por su obediencia a las autoridades civiles, antes que por su amor a la institución que lidera. De ahí, entonces, que la declaración de amor por Carabineros de Soto es peligrosa cuando se antepone a la subordinación necesaria al Presidente de la República.

Hoy la Constitución chilena y varias leyes orgánicas permiten altos niveles de autonomía corporativa: las instituciones castrenses y policiales son “garantes del orden institucional”; pueden opinar en el Consejo de Seguridad Nacional sobre temas que atentan contra las “bases de la institucionalidad” (interprete usted lo que significan esas bases); una máxima autoridad militar y de Carabineros puede negarse a renunciar voluntariamente, tal cual ocurrió con Soto; y existen una serie de espacios de autonomía en la educación, financiamiento, pensiones, judicatura militar y mando, entre otras.

¿Cómo se llegó a esta solución legal? Esto nos remonta a las reformas constitucionales de 2005 y, más específicamente, a un acuerdo político que fue fraguado en octubre de 2004 entre el gobierno de Ricardo Lagos y la oposición.

El gobierno quería cerrar su gestión con una reforma constitucional para terminar con los enclaves autoritarios. Un segmento de la derecha observaba una interesante oportunidad para demostrar su nueva vocación democrática, pero al mismo tiempo ratificar los aspectos centrales de la Constitución. Lo que se denominó el “Acuerdo Político” fue una negociación que encabezó el entonces ministro del Interior José Miguel Insulza y que reunió a las máximas autoridades de los partidos de gobierno y oposición en la sede del Senado. En este acuerdo se incorporaron la reforma al Tribunal Constitucional, la reducción del mandato de seis a cuatro años sin reelección, y la reforma al Consejo de Seguridad Nacional, entre otros aspectos (Fuentes, 2013).

Pero, tres temas sensibles a la oposición fueron resueltos también en esa mesa. La oposición de derecha no estaba dispuesta a modificar el sistema electoral binominal, por lo que lo único que se logró fue cambiar la carta fundamental en lo concerniente al número fijo de senadores, que se quitó del texto para permitir una futura reforma. El segundo tema decía relación con el derecho de ciudadanía por jus sanguinis que fue aceptado por todas las bancadas. Finalmente, el tercer punto fue permitir que el Presidente de la República pudiese remover a los comandantes en jefe y director de Carabineros mediante un decreto fundado dirigido al Congreso.

Debemos recordar que la derecha política tenía el sartén por el mango. Gracias a la existencia de la figura de los senadores designados y los altos quórum para la aprobación de reformas constitucionales (3/5 y 2/3 de los votos) controlaba el destino de las reformas. Nada podría aprobarse sin el consentimiento de las fuerzas políticas de la derecha y, por ello, el acuerdo político de 2004 significó un redireccionamiento, un cambio en las posturas que venía observando la derecha en relación con las Fuerzas Armadas y Carabineros.

 

Retornemos al debate sobre la remoción de los jefes militares y de Carabineros. La moción original de las fuerzas de centro-izquierda presentada en el año 2000 y firmada por los senadores Sergio Bitar, Juan Hamilton, Enrique Silva Cimma y Juan Antonio Viera Gallo, proponía que “en casos calificados, y por decreto fundado, el Presidente de la República podrá llamarlos a retiro”. La propuesta alternativa de los senadores Hernán Larraín, Andrés Chadwick, Sergio Romero y Sergio Diez, no proponía ningún cambio, defendiendo la inamovilidad de los comandantes en jefe por todo el período (Historia de la Ley 20.050, págs. 5-17).

En la discusión legislativa de la citada historia de la ley se observan diversas alternativas en aras de llegar a un acuerdo. Juan Hamilton (DC) propuso que en casos de remoción, el Presidente de la República debía escuchar a los integrantes civiles del Consejo de Seguridad Nacional y al Presidente del Tribunal Constitucional (pág. 579). En julio de 2001 el gobierno proponía que el llamado a retiro se produjera oyendo previamente a los presidentes del Senado, de la Corte Suprema y de la Cámara, además del contralor general de la República (pág. 623).

El ejecutivo cambió su postura y en 2002 presentaría una nueva propuesta, indicando que el Presidente de la República podría llamar a retiro a los uniformados en cualquier momento y sin mediar decreto fundado (pág. 975). Lagos estaba extremadamente molesto con el precedente que estaba sentando el comandante en jefe de la Fuerza Aérea, general Patricio Ríos, al no querer renunciar.

Mientras tanto, la bancada de ex militares en el Senado proponía que la salida de los uniformados fuese posible solo con acuerdo del Consejo de Seguridad Nacional (pág. 976). Esta opción no encontró apoyo en ninguna de las bancadas, pues parecía impresentable que los propios jefes armados debiesen decidir sobre su destino.

El entonces senador Alberto Espina—hoy ministro de Defensa—presentaba  otra indicación: que la salida fuera posible en casos calificados con acuerdo de los integrantes civiles del Consejo de Seguridad Nacional, pues le parecía que dicha consulta sería un ejercicio de prudencia (pág. 1.324). Esta alternativa fue apoyada por el senador Hernán Larraín, quien consideraba razonable que el Presidente debiese recabar el aparecer de algunos otros actores institucionales (pág. 1.316).

La solución alcanzada no fue del gusto de Lagos, pero retornaba a la propuesta original de la Concertación. El Presidente podría remover a los jefes uniformados mediante decreto fundado. El Senado incluyó que se le debía informar a dicha corporación. Los diputados agregaron que también debía pasar por la Cámara Baja. En agosto de 2005 se aprobaba esta curiosa fórmula, que establecía una remoción con un estatus diferente para las autoridades uniformadas respecto de otras autoridades de confianza presidencial.

En diciembre de 2003, y cuando se discutía en la sala del Senado, el senador Andrés Chadwick sostenía: “No concuerdo con que el primer mandatario, por su sola voluntad, cuente con la facultad de llamar a retiro a los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas (…)”. En esa intervención defendía la idea que otros poderes del Estado deberían intervenir en las decisiones, moderando el presidencialismo (pág. 1.798).

Seguramente, el entonces senador Chadwick no se imaginaba que 15 años más tarde un general director de Carabineros le diría que no renunciaría voluntariamente, debilitando la figura del Presidente. Es la ironía de un sistema de remociones en la medida de lo posible.

La solución pasa por revisar la Constitución y las leyes orgánicas respecto de un importante número de materias. No solo se requeriría revisar lo concerniente a la cuestión específica de la remoción, sino que, de un modo más sustantivo, se necesita revisar el rol que le cabe a estas instituciones armadas en un marco democrático, restableciendo el predominio civil respecto de dichas instituciones, las que por esencia debiesen ser subordinadas y no deliberantes.

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